Cátedra Paz, Seguridad y Defensa

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Observatorio PSyD

El observatorio opina

28 de Enero de 2015

Seguridad internacional en un mundo globalizado

Alejandro Jalón Visanzay

Si hay una característica inherente al mundo globalizado es la gran complejidad de todos los fenómenos actuales. Los actores internacionales aumentan, los lazos entre ellos se incrementan en todas direcciones y la aparente transparencia de la era de la información entraña intereses cada vez más difuminados.

En el III Foro Jóvenes de Aragón, celebrado el pasado mes de diciembre en Zaragoza y organizado por la Fundación SEIPAZ, se abordaron diversas vertientes de las relaciones internacionales y la seguridad. Los expertos en la materia; la profesora y periodista Nerea Vadillo Bengoa, la directora de esta Cátedra de Paz, Seguridad y Defensa, Claudia Pérez Forniés y el codirector del IECAH, Jesús Núñez Villaverde analizaron los principales riesgos y amenazas presentes hoy en día y que marcarán la agenda de los próximos años.  

El fantasma del ocaso europeo

Como dijo Jesús Núñez Villaverde en el Foro “es el fin de la burbuja privilegiada de Europa. Se ha pinchado y nos damos cuenta de que las cosas no van bien”. Lejos queda la época dorada del Viejo Continente, cuando, en los años 20, Occidente controlaba el 48,5% del territorio mundial y acumulaba el 84,2% de toda la producción manufacturada del planeta [1]. A día de hoy más bien asistimos a lo que parece el principio del ocaso de un poder civilizatorio absoluto: Estados Unidos y la Unión Europea producen juntos algo más del 44% del PIB mundial [2], amén de la pérdida de territorios. Aunque todavía son datos propios de grandes potencias, la tendencia es desfavorable en contraposición con las regiones emergentes del planeta. Y no solo en el plano puramente económico. Sirva como ejemplo que el presupuesto militar en Europa, un sector central en lo relativo a la seguridad, ha descendido cerca de un 20% desde el final de la Guerra Fría [3].

Esta tendencia a la baja arrastra consigo parte del poder de influencia de Europa en las relaciones internacionales. El “poder fuerte”, descrito por Joseph Nye como la capacidad de influir por la fuerza para la consecución de unos intereses, funciona gracias al dominio militar y económico. Sin embargo, la gran baza europea de las últimas décadas residía en su capacidad para “conseguir que los otros quisieran lo que ella quería” sin ejecutar acciones negativas sobre otros actores, el considerado “poder blando”. La cuestión radica en que la capacidad de utilizar “poder suave” depende de detentar el “poder fuerte”.

En los últimos conflictos se reconocen indicios del declive de Europa en ambas facetas:

En Ucrania, Rusia ha asestado varios zarpazos a un Occidente dubitativo y falto de reacción ante la anexión de Crimea, el derribo de un avión de pasajeros procedente de Ámsterdam con un misil aparentemente facilitado por Moscú o las elecciones organizadas por los rebeldes en las zonas bajo su control.

La respuesta europea en forma de sanciones económicas es sintomática de una alianza que no está dispuesta a arriesgar lo más mínimo al ser consciente de las graves consecuencias que puede acarrearle un enfrentamiento en el que tiene mucho que perder y poco que ganar. Lejos de hacer mella en el gigante euroasiático, parecían medidas potencialmente perjudiciales para los socios europeos, especialmente en el Este. La forma casi azarosa con la que finalmente se han solapado a la bajada del precio del petróleo sí le está pasando factura a un país con una economía pobremente diversificada en la que los recursos energéticos constituyen el 60% de las exportaciones [4].

El otro principal “frente” occidental está en la lucha contra el Estado Islámico en Iraq y Siria. La estrategia para acabar con el califato establecido por fundamentalistas religiosos la lidera una Casa Blanca que, como el propio Barack Obama ha demostrado, no tiene un plan a medio o largo plazo más allá de los bombardeos aéreos y la ayuda militar a los peshmergas. El problema no es nuevo: según Núñez Villaverde: “El Estado Islámico es Al-Qaeda en Iraq hace diez años. Tras una escisión, ahora luchan contra ella por liderar la yihad. La diferencia es que ganan batallas y tienen territorio, lo que lo hace atractivo”. No es de extrañar que la inestabilidad reinante en la región, especialmente desde la intervención estadounidense contra Saddam, sea el perfecto caldo de cultivo para el nacimiento de conflictos.

“Las identidades históricas con intereses enfrentados, la cirugía de fronteras y la lucha por el control de territorios”, explicó la profesora Nerea Vadillo en el Foro, “son elementos comunes en todos los conflictos”. La guerra focalizada principalmente en la cuenca de Donetsk y los diferentes conflictos en Oriente Medio son ejemplos claros.

Amenazas y Seguridad polivalente

El terrorismo, básicamente yihadista, es una amenaza para la seguridad que debe afrontarse. Sin embargo, Villaverde propuso durante el Foro recurrir a la pérdida de vidas humanas como vara de medir las amenazas: “con el registro anual de 18.000 asesinados en ataques terroristas frente a los cerca de 800.000 muertos (incluido más de un niño diario) a causa de afecciones fácilmente tratables como la diarrea o la deshidratación, ¿cuál es el mayor peligro a nivel mundial?”. Las pandemias representan, como mínimo, una clara y evidente amenaza a la seguridad humana.

La profesora Claudia Pérez Forniés destacó en el Foro la necesidad de “distinguir entre amenaza y riesgo”. “El riesgo es el resultado de una ecuación compuesta por las variables de amenaza y vulnerabilidad del actor amenazado”, explicó, “mientras que la percepción de la amenaza, además, es subjetiva”. Factores sociales como la localización geográfica, el momento temporal o los precedentes históricos son clave en la interpretación de los riesgos. La configuración de un marco internacional seguro pasa por la inclusión en la mentalidad colectiva de escenarios más allá del terrorismo.

En este sentido, las pandemias y la pobreza son amenazas que, por lo general, las personas en situación de riesgo interpretan como algo más directo y personal que el terrorismo. No hay que olvidar que el concepto seguridad no afecta exclusivamente a los estados. En 1994, Naciones Unidas incluyó en su Informe sobre el Desarrollo Humano el término seguridad humana, que abarca toda amenaza contra el individuo, desde la pobreza, la marginación, la tortura o la violación hasta los atentados contra su dignidad, libertad o derechos. También se puso el foco en fenómenos que afectan al ser humano y su pervivencia en el planeta, como el cambio climático o el despilfarro de recursos.

En el III Foro Jóvenes de Aragón se analizó con especial atención cómo las relaciones internacionales repercuten directamente sobre las personas. El individuo pasó a ser, hace ya más de dos décadas, pieza central de la seguridad internacional, por lo que es clave promocionar el interés ciudadano en este ámbito.

En primer lugar es necesario enmarcar este proceso de inclusión del individuo en la seguridad internacional en su contexto histórico:

La desintegración de la Unión Soviética dejó un mundo unipolar liderado por un Estados Unidos omnipotente y sin rival. Un statu quo que algunos pensadores interpretaban como “el fin de la historia” (Francis Fukuyama), el triunfo final de un sistema democrático liberal que regiría el planeta. De esta forma, la perspectiva de ausencia de conflicto entre grandes potencias amplía la idea de seguridad, que adquirió un cáliz polivalente durante veinte años.

Los atentados del 11 de septiembre en Nueva York supusieron el final de esta tendencia en la concepción de las relaciones internacionales: las nuevas políticas de seguridad se diseñaron centradas exclusivamente en el terrorismo, una dirección opuesta a la seguridad polivalente.

Si bien el terrorismo es un fenómeno nuclear en las estrategias de paz y seguridad, corremos el riesgo de olvidar otros factores generadores de conflicto. Las pandemias, los flujos de población y migraciones o la marginación han favorecido, entre otras cosas, el surgimiento de estructuras de naturaleza violenta que son igualmente una amenaza para estados e individuos.

Una vez asumida la necesidad de incluir en la agenda internacional las amenazas antes expuestas surge la duda de qué dirección tomar para incrementar la seguridad y crear un marco de actuación global aceptable.

El altruismo y la filantropía no existen en las relaciones internacionales, existe la defensa de intereses. Lo que no significa que cada actor en una posición de fuerza deba aplastar impasiblemente al débil. Más allá de las consideraciones morales, no es una política beneficiosa para ninguno de los dos, incluido el poderoso.

Garantizar a los actores más amenazados unas mínimas condiciones de seguridad humana aumenta, a su vez, la seguridad de las potencias. Como explicó Núñez Villaverde “si tú estás más seguro, yo también lo estaré. Se ha demostrado, por ejemplo, que más armamento no equivale a más seguridad. Hay que buscar la mejora de tú seguridad para mí seguridad”. Esto es el llamado egoísmo inteligente, un concepto cuya puesta en práctica posiblemente aumentaría la seguridad a escala internacional. La empresa de acabar con el terrorismo roza lo inviable, de forma que merece la pena hacer un intento de lidiar con aquellos problemas susceptibles de ser mitigados, como las pandemias o las brechas de pobreza.

Los estados nunca actuarán por afán de justicia o conciencia universal, pero sí podrían colaborar para una mejora de las condiciones de los actores más vulnerables si esta estrategia se traduce en un incremento de su propia seguridad. Unos mínimos de seguridad humana en ciertas sociedades pueden rebajar los riesgos y amenazas que preocupan a los países poderosos. Es decir, garantizar tres comidas al día no por el hecho de que sea justo, sino porque nos permite a todos estar más seguros.

Desde una lente histórica el egoísmo inteligente podría tener cabida como nexo entre dos de las teorías clásicas de las relaciones internacionales. El idealismo concibe la paz como algo profundo, que incluye justicia social a escala global, mientras que la paz en el realismo es negativa, simplemente ausencia de conflicto. Si bien el fin último del egoísmo inteligente se asemeja al concepto realista, también asume que la vía para alcanzar semejante estado pasa irremediablemente por políticas de paz profundas y constructivas.

A lo largo de la historia existen experiencias que, aunque en campos muy lejanos a las relaciones internacionales, demuestran la posibilidad de ejecutar con éxito principios equivalentes.

Cuando a principios de siglo XX Henry Ford popularizó la producción de coches en cadena, sectores de Wall Street alzaron la voz contra lo que consideraban un modelo opuesto a sus intereses por la inclusión, principalmente, de un salario estable y la reducción de las jornadas laborales. Ford no introdujo estas medidas por afán de justicia social, pero concluyó que la mejora en la calidad de vida de los obreros, quienes por primera vez tenían capacidad adquisitiva para comprar los propios coches que Ford fabricaba, reportaría beneficios para su empresa. Cierta seguridad laboral y paz social aumentaron exponencialmente las ganancias de su negocio. Si bien es cierto que se enriqueció y conservó su estatus privilegiado de poder, también la clase media mejoró sus condiciones.

Multilateralismo y no militarismo

Ante la naturaleza transnacional de las amenazas presentes el multilateralismo ha dejado de ser una opción para convertirse en una obligación.

El orden mundial nacido del fin de la Guerra Fría se volatiliza. Estados Unidos todavía disfruta de un altísimo poder de influencia, pero a su anterior omnipotencia se sobrepone poco a poco la idea de que vivimos en un mundo con un creciente vacío de poder. Junto a China, serán los actores con mayor tamaño e influencia durante años, pero el mundo tiende hacia un poder geopolítico dividido entre regiones. Un proceso que va unido al surgimiento de actores no estatales que acaparan progresivamente una mayor cuota de poder, como las grandes empresas transnacionales, el crimen organizado, el comercio ilícito o los grupos terroristas.

La Unión Europea es un claro ejemplo de lo complejo que resulta actuar como un actor compacto cuando hay divergencias entre los socios e incluso ligera oposición de intereses. Pero también es cierto que pocos actores disponen de semejantes recursos históricos, culturales, diplomáticos y económicos para intentar mantener una cuota de poder determinante en el mundo. Quizá el futuro de la UE en las relaciones internacionales pasa por su capacidad de sobreponerse a los intereses nacionales y hablar con una única voz.

Por otro lado, la actuación multilateral debe renunciar al militarismo como principio de actuación. Un intento de solucionar militarmente problemas con raíces políticas, sociales o económicas resultaría en vano. El ejército es el último recurso, necesario en determinadas situaciones límite y capaz de jugar un rol importante como una rama adyacente de las políticas de seguridad, pero no debe ser el eje central sobre el que gira la solución a los conflictos.

El terrorismo se debe combatir, en parte, con el ejército. Pero nunca se materializarán aquellas expectativas basadas en el militarismo. Como demuestran los fracasos en Iraq o Afganistán, confiar el establecimiento de la paz y la seguridad exclusivamente al ejército es un error. Más todavía en el caso de la pobreza o las pandemias.

Injerencia humanitaria

La fórmula para proteger los derechos humanos y poner fin a conflictos armados es una de las materias más controvertidas de las relaciones internacionales, en la que está incluida la injerencia por motivos humanitarios.

En un principio, el procedimiento para establecer acuerdos de paz cumple los siguientes pasos: negociación, investigación, mediación, conciliación, arbitraje, acuerdo judicial y transferencia de poder y competencias a los organismos regionales, acuerdos u otros métodos de paz. La única posibilidad de materializar este proceso radica en la voluntad real de los agentes enfrentados de evitar el conflicto y su interés en la pacificación.

Cuando existe esa falta de voluntad entra en juego el Capítulo VII de la Carta de Naciones Unidas, que contempla la “imposición de la paz” a través del Consejo de Seguridad, momento en que el derecho de intervención por motivos humanitarios salta a la palestra.

Las misiones de imposición de paz son cada vez más complejas y han de tener en cuenta varios factores que aumentan, con el paso del tiempo, la dificultad de alcanzar el éxito. Algunos de ellos nacen del final de la Guerra Fría.

Por un lado, cada vez los bandos en conflicto están más difuminados. A diferencia de un mundo controlado por dos grandes potencias, en las guerras actuales participan actores no estatales, como es el caso de grupos rebeldes (a veces considerados terroristas y otras veces no), subvencionados por estados o con objetivos propios. Las tramas de intereses son cada vez más complejas, por lo que la imparcialidad de las grandes potencias, ya de por si dudosa, roza lo ficticio. La peligrosidad de las misiones obliga a las “tropas de paz” a ir fuertemente armadas y los actores poderosos son los únicos con capacidad técnica, militar y económica para actuar. El resultado es una visión negativa de la ONU por parte de aquellos en la zona de conflicto, que entienden que actúa por interés. Su presencia encuentra rechazo.

El análisis de todos estos factores es el trabajo previo a la intervención, pero no hay que olvidar que la tarea más ardua debe solventarse tras la fase militar. Los planes de reconstrucción son los que de verdad garantizan una paz duradera.

La operación de la OTAN en Afganistán que comenzó en marzo de 2002 y la posterior invasión de Iraq fueron las primeras misiones de la OTAN out-of-area contra la amenaza terrorista. La primera contaba con el respaldo del Consejo de Seguridad, no así la segunda. Las operaciones militares de la coalición fueron relativamente efectivas: el gobierno talibán afgano fue derribado sin muchas complicaciones y la dictadura de Saddam Hussein nada tuvo que hacer contra el poderío militar americano. Sin embargo, el balance de las dos misiones puede considerarse fallido por la ineficacia de la fase determinante: la reconstrucción y transmisión efectiva de competencias a una sociedad local con capacidad para garantizar su propia seguridad.

Responsabilidad de proteger

La Carta de Naciones Unidas reconoce que ninguna disposición autorizará a intervenir en asuntos que son esencialmente de la jurisdicción de los estados y prohíbe a los estados recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de un tercero. La soberanía nacional de un Estado y la inviolabilidad de su territorio son nucleares en el derecho internacional. Solo se contemplan dos excepciones: legítima defensa en caso de ataque armado y las acciones armadas autorizadas por el Consejo de Seguridad bajo los Capítulos VII y VIII.

La capacidad legal del Consejo para llevar a cabo operaciones por la fuerza es la que genera más problemas, tanto éticos como legales. La legitimidad de intervenir en el territorio de un Estado independiente va unida a la “responsabilidad de proteger”: cada Estado debe garantizar los derechos y la seguridad de sus habitantes. Cuando no son capaces de hacerlo o violan esta responsabilidad voluntariamente cometiendo una violación flagrante de los derechos humanos es posible poner en marcha la injerencia humanitaria, medidas coercitivas contra un Estado para proteger a su población. Hay que tener en cuenta que los civiles se han convertido en blanco deliberado en los conflictos incluso por parte de sus propios gobiernos.

Uno de los mayores problemas de este mecanismo es el criterio para evaluar si existen delitos de lesa humanidad y si los miembros del Consejo de Seguridad, especialmente los cinco con derecho a veto, detentan la legitimidad moral de juzgar los hechos y orquestar las actuaciones militares. En este sentido es oportuno recordar que la OTAN ha llevado a cabo intervenciones alegando la protección de los derechos humanos sin el consentimiento del Consejo, como fue el caso de Kosovo.

Desde el pragmatismo y dejando a un lado las cuestiones morales, parece complicado que las grandes potencias, los únicos que disponen de los medios necesarios para este tipo de actuaciones, utilicen la fuerza militar con los elevados costes que conlleva de forma imparcial y desinteresada.

La decisión de intervenir en un conflicto ajeno, aunque se intente disfrazar, es elegir entre lo malo y lo peor. Resulta clave, por tanto, la elaboración de una agenda de seguridad internacional a medio y largo plazo con objetivos realistas y un compromiso multilateral de cumplimiento.

Los objetivos realistas pasan por introducir de nuevo en los procesos de toma de decisiones el concepto de seguridad polivalente acompañado de medidas para reducir al mínimo problemas que no son exclusivamente terrorismo. El desarrollo de ideas como el egoísmo inteligente y la aceptación del no militarismo (sin confundirlo con la ausencia de ejércitos) puede mejorar considerablemente la seguridad internacional y promocionar una cultura de paz.

Zaragoza, 28 de enero de 2015.





[1] HUNTINGTON, Samuel P. (1996): El choque de civilizaciones. Barcelona, Paidós, Surcos I. Pp. 108

[2] Banco Mundial (2014): World Development Indicators database, 16 de diciembre.

[3] JIMÉNEZ Olmos, Javier (2013): Seguridad Internacional. Del poder militar a la seguridad humana. Zaragoza, Mira Editores. Pp. 202

[4] MACFARQUHAR, Neil (2014): “Putin links ruble’s fall to outside forces”, en International New York Times, 19 de diciembre, sección World News (p.5)

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