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Observatorio PSyD

El observatorio opina

13 de Marzo de 2015

Genocidio ¿hacia un tipo penal inaplicable?

Raúl C. Cancio Fernández
Académico Correspondiente Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
Doctor en Derecho
Letrado del Tribunal Supremo

«Toda Europa ha sido devastada y pisoteada por las armas mecánicas y la furia bárbara de los nazis […] A medida que avanzan sus ejércitos, son exterminados distritos íntegros. Estamos en presencia de un crimen que no tiene nombre».                      
 Winston Churchill, BBC, agosto de 1941

El tipo penal de genocidio viene recogido en la actualidad y de manera idéntica en dos disposiciones legales: la Convención para la Prevención y la Sanción del Crimen de Genocidio adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1948 y el Estatuto de Roma, formalizado en 17 de julio de 1998, durante la Conferencia Diplomática de plenipotenciarios de las Naciones Unidas sobre el establecimiento de una Corte Penal Internacional. Tanto el artículo II del primer texto como el 6º del segundo entienden por genocidio:
«cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal:
A) Matanza de miembros del grupo;
B) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo;
C) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial;
D) Medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo;
E) Traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo»

Con anterioridad a 1948, no es que fuera inexistente el reproche penal para la conducta descrita, es que el propio término genocidio era desconocido. Para encontrar los orígenes de esta voz debemos, curiosamente, acudir al Madrid republicano de 1933,  en donde el 15 de octubre se inauguraba en el Paraninfo de la Universidad Central la V Conferencia Internacional de Unificación del Derecho Penal, bajo la presidencia del Ministro de Estado Sánchez Albornoz, quien estuvo acompañado ese día por el presidente del Tribunal Supremo, Diego Medina y de los catedráticos Posada, Jiménez de Asúa y López Rey. Entre las comunicaciones presentadas en la Conferencia, y en lo que aquí interesa, debemos fijarnos en la elaborada por un joven jurista polaco, Raphael Lemkin, obsesionado desde muy pequeño tanto por el fenómeno de la destrucción biológica y cultural de poblaciones enteras como por su falta de tipificación penal.

Tempranamente impactado por las matanzas masivas históricas y testigo directo de la destrucción de su propia vivienda familiar durante la primera Guerra Mundial, su vocación por el estudio de este tipo delictual se consolidó tras el asesinato del visir Talaat Pasha a manos del armenio Soghomón Tehlirián, superviviente de los pogromos otomanos. Lemkin se preguntó entonces: «¿Es un crimen que Tehlirián mate a un hombre, pero no que su opresor mate a más de un millón? Es totalmente contradictorio».

Los esfuerzos por incorporar a la legislación internacional un delito en donde «la voluntad del autor tiende no solamente a perjudicar al individuo, sino, en primer lugar, a perjudicar la colectividad a la cual pertenece este último» habían fracasado en las Conferencias para la Unificación del Derecho Penal celebradas en Varsovia (1927) y Bruselas (1930), por lo que Lemkin insistió en la celebrada en Madrid con una tesis que proscribía dos prácticas entrelazadas: «barbarie» y «vandalismo», con la intención de que los países asistentes las consideraran delicta iuris gentium, es decir perseguibles conforme al principio de represión universal, basado en la posibilidad de juzgar al delincuente por los Tribunales de un Estado con independencia del lugar de su comisión y de la nacionalidad del autor.

La iniciativa de Lemkin fue tildada en su Polonia natal de filosemita, al punto de que el clarividente Józef Beck, ministro de Relaciones Exteriores, lo acusó de «insultar a nuestros amigos alemanes», siendo destituido de su puesto de vicefiscal por negarse a reprimir sus críticas al recién nombrado canciller de origen austriaco. Lo que poco después estos «amigos alemanes» llevarían a Polonia y al resto de Europa es por todos conocido. Lemkin logró escapar de su país –no así sus padres, que acabarían en Auschwitz-, llegando a Suecia en 1940. Tras pasar unos meses en Estocolmo, y después de un rocambolesco itinerario, alcanza los Estados Unidos en 1941, donde logra un puesto como catedrático en la universidad de Duke para impartir derecho internacional. En junio de 1942, la Comisión de Guerra Económica y la Administración de Economía Exterior en Washington le contrata como asesor y en 1944 presta servicios en el Departamento de Guerra como experto en derecho internacional. En ese mismo año y a instancias de la Fundación Carnegie para la Paz, publica su obra El Dominio del Eje sobre la Europa Ocupada, en cuyo Capítulo IX, estructurado en tres secciones, da respuesta a una laguna semántica que años antes había planteado, como hemos señalado en el encabezamiento,  el mismísimo Winston Churchill. A ese delito innominado, Lemkin le bautiza como genocidio, neologismo que pretende encarnar la destrucción de una nación o de un grupo étnico como resultado de un plan coordinado de diferentes acciones que buscan la destrucción de los fundamentos esenciales de la vida de grupos nacionales con el propósito de aniquilarlos, describiendo con absoluta precisión y detalle las técnicas genocidas en ocho campos: político, social, cultural, económico, biológico, físico, religioso y moral.

En octubre de 1946 se celebra la Asamblea General de la ONU en Lake Success, y en ese marco, Lemkin redacta una ponencia que es respaldada por los representantes de Cuba, India,  Panamá y los Estados Unidos, lo que facilitó que se incluyera en la agenda de la Asamblea General. Con algunas modificaciones, la Asamblea General de la ONU, el 11 de diciembre de 1946, aprobó, por unanimidad, la Resolución 96, primer documento internacional donde figura el neologismo lemkiano. Sin solución de continuidad, esa primera mención no vinculante se positivizó merced a la aprobación, el 9 de diciembre de 1948 de la Resolución 260 de la Asamblea General, por la que se adopta la Convención para la Prevención y Sanción del Genocidio, cuyo contenido, no obstante, y debido a las fuertes presiones ejercidas por la Unión Soviética, se vio cercenada en lo referente a grupos «políticos y de otra clase» que aparecía en la resolución 96 de 1946, salvaguardando así la política exterior estanilista durante la guerra y la posguerra.

Pues bien, el genocidio, o por mejor decir, la extensión e inteligencia de su significado,  adquiere nuevamente relevancia mediática a raíz de la Sentencia dictada el pasado 3 de febrero por la Corte Internacional de Justicia (CIJ) en el asunto Croacia vs. Serbia, la cual llega a la conclusión de que ninguno de los dos Estados litigantes cometieron actos tipificables como genocidio durante la Guerra de Yugoslavia acaecida entre los años 1991 y 1995. Los orígenes de esta decisión se remontan a 1999, cuando el líder croata Franjo Tudjman presentó una demanda denunciando la masacre cometida en la ciudad de Vukovar y alrededores entre agosto y noviembre de 1991 por tropas serbias. Según las cifras proporcionadas por este país, entre 1.100 y 1.700 personas (setenta por ciento de las cuales eran civiles) murieron durante este corto período de tiempo. Croacia añade que un gran número de croatas étnicos también fueron asesinados entre 1991 y 1995 por paramilitares serbios y tropas regulares del Ejército Popular Yugoslavo en las regiones de Eslavonia del Este y del Oeste, Banovina/Banja, Kordun, Lika y Dalmacia.

Por su parte, Serbia reconvino en el año 2010, alegando que Croacia vulneró también los principios de la Convención contra el Genocidio, tanto por acción como por omisión, en la ofensiva contra la población Serbia llevada a cabo en  la región croata de Krajina durante la Operación Tormenta y su continuación durante 1995.

La CIJ rechaza ahora ambas pretensiones, señalando, en primer lugar, que del contenido de la demanda croata no puede acreditarse que Serbia tuviera intención de destruir físicamente un grupo étnico o religioso, más allá de su objetivo de castigar militarmente al adversario. Por lo que respecta a la reconvención serbia, la misma fue asimismo rechazada toda vez que aunque quedó acreditado que Croacia forzó de forma deliberada a una parte de la población serbia a abandonar su lugar de origen,  esta «limpieza étnica» no constituye en sí misma una forma de genocidio, que exige un dolus specialis consistente en la voluntad de destruir, total o parcialmente, a un grupo humano como tal, y no simplemente el deseo de expulsarle de un territorio específico. Los actos de limpieza étnica son de hecho elementos de la implementación de un plan genocida, pero a condición de que exista una intención de destruir físicamente el grupo y no el mero objetivo de garantizar su traslado involuntario (Aplicación de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio (Bosnia y Herzegovina v. Serbia y Montenegro, Sentencia, ICJ Reports 2007 (I),p. 122, párr. 190).

Si a los argumentos jurídicos manejados por el CIJ para rechazar la concurrencia de genocidio en episodios tan lacerantes como los ocurridos en Vukovar o Krajina, se une que desde 1948, ningún Estado ha sido declarado responsable de genocidio [1]  y únicamente cuatro individuos han sido condenados por incurrir en este tipo penal -Jean Paul Akayesu y Paul Bisengimana, por el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR);  Radisvlav Krastic, por el Tribunal Penal Internacional para Yugoslavia (TPIY) y Efraín Rios Montt, por el Tribunal de Sentencia por Procesos de Mayor Riesgo de Guatemala-  resulta ineludible plantearse si las evidentes dificultades para calificar como genocidio conductas como las reseñadas, no están colocando al tipo penal diseñado por Lemkin en la marginalidad de lo inaplicable.

En este sentido, y dadas las circunstancias, no resulta sorprendente que tanto desde un prisma jurídico, como histórico-lingüístico, se vengan planteando en las últimas décadas propuestas de modificación de la acepción jurídica de genocidio, en aras de evitar que conductas claramente «genocidas» desde una interpretación laxa del término, resulten sin embargo impunes a la luz del tipo penal. En este sentido se ha propuesto la  restitución de la versión original de la resolución 96 de 1946 y que, como se recordará, fue mutilada a instancias de la influyente Unión Soviética, de manera que también los grupos políticos, ideológicos y sociales fueran susceptibles de ser víctimas del delito; la depuración del impreciso dolo exigible; focalizar el rol del Estado en el proceso genocida de manera que, por ejemplo,  resulten equiparables las conductas genocidas de la Alemania nazi y de la URSS estalinista, con independencia de la motivación subyacente en cada caso, pero a la vez no limitando la posible autoría exclusivamente al Estado, sino contemplando también la responsabilidad de otras autoridades locales o centrales; resaltando el elemento común caracterizado por la voluntad de perjudicar a un grupo, por encima de las motivaciones que lo generan y  el modus operandi de la masacre e, incluso, apostando por concepciones extensivas del termino –el democidio de Rummel-, demagógicamente atractivas, pero de difícil encaje desde la óptica técnico-penal.

Resulta trágico advertir como una construcción jurídica como el genocidio,  tributaria del periodo histórico más humanicida de la historia y, por ende, previsiblemente periclitada en la medida en que los Estados fuesen abandonando el uso de la violencia como eje de su política exterior siga lamentablemente siendo, más de cincuenta años después de su creación, un término de plena vigencia a la par que, paradójicamente, de complicada implementación penal. La extraordinaria aportación de Lemkin al ámbito de la lucha contra la impunidad corre el riesgo cierto de frustrarse al socaire de una cada vez más esclerotizada concepción jurídico-penal del genocidio. En este sentido, reténgase algo elemental e indisolublemente unido a la necesaria actualización de los paradigmas legales en general y penales en particular: los jueces aplican las leyes, no imparten justicia.

13 de enero de 2015


      

[1] En el asunto Bosnia y Herzegovina v. Serbia y Montenegro,  la CIJ, en sentencia el 26 de febrero de 2007, no apreció la participación directa de Serbia en actos de genocidio durante la guerra de Bosnia, sin perjuicio de concluir que sí hubo violación del derecho internacional al no evitar la masacre de Srebrenica en 1995, y por obstaculizar la puesta a disposición del TPIY de los militares serbios responsables.







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