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Observatorio PSyD

El observatorio opina

20 de Noviembre de 2020

En defensa ajena

Raul Cesar Cancio Fernández
Académico Correspondiente Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
Doctor en Derecho
Letrado del Tribunal Supremo

¿Qué tienen en común un Jefe de Estado en una Monarquía parlamentaria, los que profesan, verbigracia, la fe católica, judía o sintoica y los muertos? Su incapacidad, unos legal, otros moral y, los últimos, biológica, para defenderse adecuadamente.

La iniquidad profunda en las invectivas y ajustes de cuentas ex post que se formulan en los últimos tiempos frente a la Jefatura del Estado, contra determinados símbolos religiosos -con la salvedad de los redactores de Charlie Hebdo, y a qué precio- o hacia personajes estatuados de toda índole, no radica tanto en la sustantividad del reproche, sea su pretendida ilegitimidad democrática, su argüida ambivalencia moral o la presentista re-evaluación de su actos, como en el hecho perfectamente conocido y arteramente empleado por los agraviados de su, insisto, inhabilidad para dar réplica a unas reconvenciones, en la mayoría de los casos asombrosamente lábiles, que apenas resistirían una mínima contradicción no ya  argumental, sino meramente fáctica.

 El carácter intangible de la Jefatura del Estado y su naturaleza consecuentemente simbólica, dependiente del instituto del refrendo para que todo acto regio, de naturaleza incompleta, adquiera plenitud merced al necesario acto simultáneo y proveniente del órgano refrendante, convierte a su titular en un perfecto pimpampum, lo que sería ciertamente inaceptable de no ser porque nuestra Constitución contempla un mecanismo de protección para paliar la inermidad real, que, sin embargo, deviene inoperante como protección si no se ejerce vigorosamente por quien asume la responsabilidad del monarca por el efecto traslativo del refrendo.

Esa ausencia de respuesta por quien está exigido y legitimado para ello estimula e incentiva las arremetidas, exactamente al contrario de lo que ocurre cuando se hace frente a los reproches. Réplica que, instrumentalizada en su más abyecta expresión, ya sea en forma de acto criminal, terrorista o de cualquier forma violenta, ha logrado el, por otra parte, lógico efecto de autorreprimir cualquier befa o escarnio sobre los sentimientos religiosos de quienes, los más radicales, responden con C-4, mientras que se hipertrofian los que tienen por objeto otros credos más ponderados en sus reacciones.

Finalmente, es considerablemente más estúpido que cobarde pretender combatir el mal ultrajando el nombre, la efigie o el busto de quien lleva muerto uno, dos, tres o más siglos. Hace unas semanas, el escritor Pardo giraba en las páginas del diario El País una remembrante carta a un colega de Edimburgo preguntándose retóricamente si despojar de honores a David Hume es la mejor manera de luchar contra el racismo que debemos combatir en nuestros países y en nuestros tiempos. Mientras escribo estas líneas, el Profesor Muñoz de Baena se malicia con razón que el próximo busto mancillado será el de Hegel que mira al campus de la Humboldt de Berlín por su supuesta y muy discutible condición de antecesor de los totalitarismos del siglo XX, pero ¿qué importa eso?

Siempre se podrá argüir que el racismo, los (micro)totalitarismos o la intolerancia de hogaño es fruto de los de antaño, y que la monarquía, los ministros de las confesiones religiosas y Hume, Colón o Edward Colston son un perenne recuerdo y justificación de aquellos desmanes. Puede. Pero sería también, al margen de mucho más elegante, acentuadamente más efectivo que esas facturas se girasen a quienes pudieran impugnarlas, sistemáticamente ignorados por estos nuevos y sobrevenidos agraviados, tan ahítos de resentimiento como ayunos de teoría del conocimiento, como hace poco nos explicara el Profesor Villacañas Berlanga, incapaces de buscar la verdad de su propia historia, pero no para patrimonializarla, sino como anhelo o aspiración compartida, que, en un régimen democrático no puede desarrollarse sin respeto a las evidencias, desde luego, pero sin que nadie pueda tampoco arrogarse el privilegio de representar la verdad revelada, en una creciente re-moralización de los discursos que no hace sino contribuir a la involución del proceso secularizador del espacio público y político que tantos siglos costó fraguar.

Parafraseando a Walter Benjamin -un peligroso protomarxista y, por ende, también en riesgo de abatimiento iconoclasta. Ojo, mossos de Portbou -, «ni los muertos» -ni los reyes- «están seguros ante el enemigo si éste vence». Y, de momento, va ganando.

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