Cátedra Paz, Seguridad y Defensa

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Observatorio PSyD

El observatorio opina

15 de Diciembre de 2021

Diez siglos en vela

Raúl Cesar Cancio Fernández
Letrado del Tribunal Supremo
Académico Correspondiente Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
Doctor en Derecho


«Leal me fuiste, Sancho Peláez. Desde ahora tú guardarás mi sueño. Y que guarden también los hijos de Espinosa en los siglos venideros el sueño de todos los monarcas que Castilla tenga»



Alfonso XIII fue el último monarca español que dispuso de un servicio de seguridad encargado exclusivamente de velar el sueño real en tres rotaciones: la prima, la modorra y el alba. El advenimiento de la República en 1931 acarreó la disolución del milenario Cuerpo de los Monteros de Espinosa, encargado hasta entonces de esa atávica labor de vigilia y de acompañamiento a los soberanos hasta su sepultura, que, al día de hoy, pervive únicamente para identificar a una de las compañías que componen la Guardia de Honores de la Guardia Real que, junto con la Compañía Mar Océano de Infantería de Marina y la Escuadrilla Plus Ultra del Ejército del Aire, se encarga de rendir honores a S. M. el Rey y a los miembros de su real familia, así como a los jefes de Estado extranjeros en visita de Estado y a los embajadores en su presentación de cartas credenciales a S. M. el Rey, ejerciendo asimismo funciones de seguridad del Palacio de la Zarzuela.

Como se ha dicho, debemos retroceder diez siglos para rastrear los orígenes de este singularísimo cuerpo de protección. Una génesis, al menos en esa centuria, de índole legendaria y que bebe de otro mito clásico condal, el de la Condesa Traidora, que alcanza su versión definitiva y más desarrollada en la Primera Crónica General, mandada compilar por Alfonso X el Sabio (1252-1284), y que en su capítulo 764 cuenta como Ava de Ribagorza, la madre de Sancho García, conde de Castilla (995-1017), decidida a casarse con el rey moro Almohadi, urdió el asesinato de su propio hijo para de este modo hacerse con los castillos y las fortalezas de la tierra, de modo que su dote fuere aún más atractiva para el soberano musulmán. Así, mientras la madre preparaba el bebedizo venenoso, apareció una de sus doncellas, advirtiendo rápidamente la trama filicidia, de lo que dio cuenta a un hidalgo natural del pueblo de Espinosa y que estaba al servicio del conde. Sancho, avisado de la felonía materna, cuando ésta le ofreció la copa de vino envenenado, la rogó que bebiera ella primero, a lo que se negó reiteradamente, obligándola a filo de espada, a lo que accedió ingiriendo el deletéreo vino, cayendo fulminada. Y así, la tradición señala que merced a la benéfica acción de ese montero espinosiego, el Conde hizo casar a la doncella y al hidalgo salvador, dándoles privilegio real para que los de su linaje fuesen guarda de las personas de los Condes de Castilla, o de los que sucediesen, de modo que todos sus descendientes sirvieran la casa real de Castilla en la custodia de las personas Reales en Palacio, Casa y Corte, y Monte, donde quiera que los reyes estuvieran. Versiones posteriores de la leyenda, novelas (Don Sancho García, Conde de Castilla [Cadalso, 1785]) o dramas (Sancho García [Zorrilla, 1842]) dieron incluso el nombre completo del hidalgo: Sancho Peláez, original de Espinosa, así como las palabras que el conde de Castilla pronunciara a su escudero en agradecimiento: «Leal me fuiste, Sancho Peláez. Desde ahora tú guardarás mi sueño. Y que guarden también los hijos de Espinosa en los siglos venideros el sueño de todos los monarcas que Castilla tenga».

En fin, hasta aquí el romántico y sedicente origen histórico de este servicio de seguridad personal. Al margen de esta melodramática versión, sí parece cierto que el conde Sancho García disponía de una guardia nocturna, sin poder afirmar con certeza si eran procedentes o no de la Villa de Espinosa, no en vano, en un documento fechado en el año 1014 por el conde Sancho García y su tía Fronilde, uno de los testigos que firman el documento lo hace como «Ego Petro Rodice qui sunt vigilicus de comite…». Es decir, este Pedro Rodríguez fungía como guardián de la vigilia del conde Sancho García. En este sentido, el historiador Bamba, en su Disertación sobre el verdadero origen de los Monteros de Espinosa (1828), sugiere que el Conde don Sancho, agradecido por el auxilio prestado por algunos nobles de Espinosa a su padre Garci Fernández en sus luchas con los árabes, les concedió ciertas tierras que poseía en la jurisdicción de aquella villa, atribuyéndoles, además, el honor de guardar su persona y la de sus sucesores.

Sea como fuere, el único dato acreditado documentalmente de sus orígenes es bastante posterior, pues procede del Privilegio que el 28 de agosto de 1208 firmó el rey Alfonso VIII, en donde se detallan una serie de solares que se conceden a los Monteros de Espinosa: «sobredichos mis monteros deben venir a mi corte quando enbiare por ellos, todas las vezes que yo los llamare, i soi obligado yo a proveerles de mantenimientos y vestidos de un color mientras que conmigo estubieren, i los absuelvo perpetuamente de las obligaciones i tributo mío».

Estos Monteros de Cámara y Guarda de Su Majestad empezaron siendo cinco, que Alfonso VIII aumentó hasta treinta y cinco; el rey Fernando III incluyó tres más, reconociéndoles además el Privilegio de Mures, otrora sólo concedido a monasterios y órdenes de caballería, consistente en cuatro aranzadas de tierra en aquella localidad (hoy Villamanrique), y de Juan I de Castilla, segundo Trastámara, el Derecho de Tora, consistente en cobrar doce maravedíes por familia judía para ser protegidos de los cristianos en las visitas reales a los lugares del reino. Fernando el Católico añadió otros catorce elementos al Cuerpo, seguramente para una mejor custodia y servicio a su hija Juana, enclaustrada en el monasterio de Santa Clara de Tordesillas durante cuarenta y seis años. Finalmente se redujeron a cuarenta y ocho por orden de Carlos V en 1552, tras compatibilizar aquella guardia con tropas de protección creadas a imagen y semejanza de los Garde de Corps francesas, como los archeros de Borgoña que trajo a España su padre, las Guardias Viejas de Castilla y las guardias amarilla o española fernandinas, la tudesca alemana o la lancilla italianizante importadas por el propio Emperador o, finalmente, la chamberga fundada por Mariana de Austria durante su regencia, pero siempre, nótese, con la esencial diferencia con los Monteros de que éstos tenían una verdadera jurisdicción cameral, al esenciarse su protección en la misma alcoba real. Felipe V disuelve todas estas guardias de corps, consolidando Felipe II al Cuerpo de Monteros de Espinosa al expedir una Real Cédula en 1577 que fijó las condiciones indispensables para ingresar en la Corporación, a saber, además de naturales de la localidad de Espinosa, debían ser hijosdalgos de solar conocido; no haber sido lacayo de ningún señor particular; tener cumplidos los veinticinco años; no pertenecer a oficios serviles o de delantal ni proceder de raza de moros o sean judíos, confesos o penitenciados por el Santo Oficio por cosas tocantes a la Fe ni tampoco o traidores a la Corona Real; estando obligados los Monteros casados a presentar papeles que acreditara la calidad de su mujer (Cristiana Vieja), y poseer albalá (carta o cédula real en que se concedía alguna merced, o se proveía otra cosa) de montero, por herencia testada o cesión gratuita.  Fernando VII ‒tras la Guerra de la Independencia‒ fijó en doce el número de Monteros, diez con residencia en la Corte y dos en la villa de Espinosa para su descanso, que se turnaban en el servicio al rey con los que permanecían en la Corte. Con Alfonso XIII regían para los Monteros las Ordenanzas de 1854, siendo veinticuatro, de los cuales cuatro debían estar permanentemente en Madrid, mientras el resto alternaba estancia en Corte y en Espinosa.

Su uniformidad y equipamiento evolucionó y se adaptó a los tiempos y usos a lo largo de las diferentes épocas. Originariamente no usaban armadura o armas pesadas, al ser principalmente una unidad de escolta personal en actos oficiales y domésticos, fuera de campaña. Sus armas estaban orientadas al cuerpo a cuerpo directo y en espacios limitados fuera de la primera línea de defensa de otros cuerpos, como eran los maceros, los alabarderos y la caballería. Hacían la guardia armados de espada corta, bracamante o estoque medieval y escudo ligero, que se superaría después con la rodela o broquel, de más fácil porte. Además, estaban a cargo de llevar las linternas de turno nocturno o mortuorio, y en ocasiones venablos de la Montaña o Vizcaínos y farol de mano. Usaban calzas y jubón del mismo color, y por encima sobreveste o tabardo de gules o gualdo tras la unión de la Corona de Castilla con la Corona de Aragón. Sobre la cabeza usaron monteras o birrete común a los caballeros cristianos, que después sería llevado al norte de África por moriscos y judíos, donde se convertiría en el fez, en uso hoy por las tropas regulares. Iban adornados de pluma de búho nival o avestruz y nudo de siemprevivas.

Como ya se dijo al inicio, en 1931, con la proclamación de la Segunda República Española y el exilio del rey Alfonso XIII, se disuelve este cuerpo de guardia y desaparece el último título de Montero de la Casa Real, hasta que, en 1975, el rey Juan Carlos I lo reestablece a título póstumo.

De igual manera que nuestra Infantería de Marina data de 1537 y sin embargo la fama se la llevan los marines de Camp Pendleton, el primer servicio secreto de la historia fue castellano y condal, aunque el Secret Service sea la agencia de protección de jefes de Estado por antonomasia (y por cinematografía, cómo no recordar aquel inolvidable Clint Eastwood costándole seguir a la limusina presidencial en In the line of fire). Una unidad, por cierto, cuyo nacimiento como guardia de corps presidencial, el asesinato en Buffalo del presidente Mckinley en 1901, fue mucho más prosaico que nuestro poético drama de la condesa enamoradiza, el rey moro y el veneno.

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