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12 de Diciembre de 2014

Asilo diplomático en conflictos armados. La experiencia española

Raúl C. Cancio Fernández
Académico Correspondiente Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
Doctor en Derecho. Letrado del Tribunal Supremo

Por todos son bien y suficientemente conocidos los episodios que durante la Guerra Civil española, y en particular entre el verano de 1936 y la primavera de 1937, acaecieron en las legaciones diplomáticas radicadas en Madrid. Como es exhaustiva la literatura al respecto, nos limitaremos en síntesis a recordar como durante aquellos meses y muy especialmente a lo largo de los de septiembre, octubre y diciembre de 1936, las sedes diplomáticas de al menos veintidós países se convirtieron en lugares de asilo y protección de entre 8.000 y 10.000 ciudadanos, los cuales consideraron que su ideología o sus creencias religiosas constituían una seria y real amenzaza para su integridad física en el Madrid violentamente revolucionario de ese primer verano y otoño bélico.  El rol humanitario de representaciones diplomáticas como Noruega, Chile o Argentina; las vicisitudes políticas y vitales de personajes esenciales como Carlos Morla Lynch, Aurelio Nuñez Morgado, Félix Schlayer, o Edgardo López Quesada; los asaltos a las legaciones de Alemania, Perú o Turquía y sus consecuencias; las actitudes de los ministros Barcia y Alvarez del Vayo frente a la cuestión del asilo diplomático; la heterogeneidad sociopolítica de las colonias de asilados y los problemas de convivencia; el mito del quintacolumnismo consular; los debates en la sede de la Sociedad de Naciones al repecto o, en fin, los incidentes durante las evacuaciones, han sido cuestiones y materia de extensa y pródiga reflexión, por lo que resulta ocioso ahora insistir en ellas.

Ahora bien, resulta extraordinariamente interesante advertir como en esta materia del derecho al asilo diplomático en tiempo de guerra, del que como acabamos de referir, se beneficiaron en la capital de España un elevado número de personas de muy diferente procedencia y extracción social, todos ellos compartiendo un elemento identificativo evidente, a saber, su inequívoca afinidad con el bando rebelde, motivo por el cual precisamente se amparaban al cobijo de las sedes diplomáticas de la capital. Pues bien, y retomando el argumento paradójico, resulta soprendente constatar que el asilo de mayor duración de los que se constituyeron durante la guerra no lo fue para proteger a asilados filofranquistas, quienes en su gran mayoría fueron evacuados de sus respectivas legaciones en la primavera de 1937 y, por ende, en un plazo que no supero en ningún caso los nueve meses;  el más dilatado periodo de asilo como decíamos, lo protagonizaron por el contrario simpatizantes de la causa republicana ¿pero entonces,  como es posible que ciudadanos leales a la República demandaren asilo diplomático en Madrid, cuando la ciudad fue, durante toda la guerra “zona roja”? ¿cuál era el origen de su temor? ¿de quien huían? y más aún ¿cómo fue posible que este asilo se prolongare durante casi un año y medio? Estas y otras cuestiones son precisamente el objeto de estas notas que, no obstante, y antes de dar cumplida respuesta a los interrogantes, exigen contextualizar jurídicamente estos acontecimientos.

Siguiendo a la Profesora Gil Bazo, puede señalarse que la institución del asilo, cuyos caracteres fundamentales son el derecho a entrar en el territorio del país de acogida y el derecho a no ser obligado a salir de él de manera forzosa, se conoce y ha evolucionado desde la Antigüedad. Desde un prisma etimológico, la palabra deriva del término griego asylon, forma neutra del adjetivo asylos, que significa «lo que no puede ser tomado», en otras palabras, lo que es inviolable. La existencia del asilo entendido como lugar implica la existencia de un poder protector superior humano o divino, lo que entronca con el origen religioso de la institución, al configurarse como una llamada a la protección divina contra la injusticia humana la cual, a medida que se van consolidando las entidades soberanas surgidas tras la caída del Imperio romano, comienza a territorializarse. El asilo, como figura protectora de refugiados y de otras categorías de individuos necesitados de protección internacional, es conocido y practicado en la mayor parte de las civilizaciones antiguas, hallándose sus primeras referencias en el tratado de paz de Kadesh, concluido en el siglo XIII a.C. entre el Faraón Ramsés II y Hatusil III, rey de los hititas. Con la aparición de los Estados modernos, la pérdida de poder del asilo religioso se corresponde con la reivindicación por parte del poder civil del derecho de administrar la justicia en régimen de exclusividad. Paulatinamente, a medida que las leyes se humanizan y las penas se atemperan, no resultan admisibles esferas de poder exentas del imperio de la ley y así, el asilo religioso fue progresivamente desapareciendo, sustituyéndose por el asilo territorial. Desde que en el siglo XV aparecen las germinales manifestaciones del asilo diplomático y, sobre todo, tras el enfoque que el jurista holandés Hugo Grocio  dio a la ficción de la extraterritorialidad como garantía de inviolabilidad de las legaciones en las que el embajador desarrolla su función diplomática en suelo extranjero y que expuso en su obra De iure belli ac pacis (1625), el amparo en los locales diplomáticos se ha institucionalizado como práctica diplomática hasta nuestros días, y decimos práctica o uso diplomático, porque en puridad, ningún derecho al asilo diplomático existe como tal. Otra cosa es que desde el punto de vista consuetudinario y de la práctica diplomática, el mismo sea aceptado. Es más, no pocas voces críticas con esta figura, consideran que en realidad nos hallamos ante una extralimitación y abuso de la inmunidad diplomática. Puede decirse por tanto, que el célebre Julian Assange no tiene derecho al asilo diplomático que en estos momentos goza al amparo de la legación ecuatoriana en Londres. Es la República del Ecuador la que, graciosamente le otorga ese abrigo al que no está obligada legalmente. Pues bien, al tiempo en que se produjeron las solicitudes de asilo durante la Guerra Civil española, los únicos instrumentos normativos que contemplaban esta figura eran el Tratado de Derecho Penal Internacional, firmado en Montevideo el 23 de enero de 1889;  la Convención sobre el Asilo, firmada en La Habana el 23 de enero de 1928 y, finalmente,  la Convención sobre Asilo Político, también suscrita en la capital uruguaya el 21 de diciembre de 1933. Ahora bien, nótese que ninguno de estos tres mecanismos convencionales era vinculante para el gobierno de la República, toda vez que ninguno de ellos había sido suscrito por el Reino de España. Por tanto, y esto es importante subrayarlo, el respeto que las autoridades republicanas tuvieron con los hechos consumados que se verificaron en las legaciones diplomáticas de Madrid durante el verano y el otoño de 1936, se sostuvo más en principios consuetudinarios de Derecho Internacional y motivaciones humanitarias que en un derecho positivo argüido por muchos jefes de legación, al ser aquel inexistente.

En los estertores de la contienda, allá por los últimos días del marzo madrileño de 1939, a la vez que de las embajadas de Chile y Panamá salían a la calle los últimos demacrados y exhaustos asilados que en ellas aún permanecían con gritos de «¡Arriba España!» y «¡Viva Franco!», otros pocos, subrepticiamente y de manera simultánea, ocupaban su lugar en el interior de esas mismas legaciones, ante el temor de las represalias del bando vencedor. En concreto, diecisiete de ellos se refugiaron en los locales de la calle del Prado nº 26, sede de la embajada chilena; once bajo el pabellón panameño de la calle Goya nº 23; siete se sometieron al pabellón galo del Liceo Francés; tres solicitaron asilo en la embajada inglesa de Fernando el Santo nº 16 y un número indeterminado de entre tres y cinco pudieron acogerse en la sede diplomática cubana del Paseo de la Castellana nº  14.  Por tanto, detengámonos por un instante en esta terrible paradoja de la historia, que se verificaba de manera simultánea durante los días 27 y  28 de marzo: legaciones diplomáticas que habían acogido a refugiados que huyeron en su día del “terror rojo”, eran ahora tomadas a sagrado por individuos temerosos del “terror azul”. Veamos como se desarrollaron ahora unos acontecimientos idénticos a los que ya ocurriesen en el otoño de 1936, pero con sus actores en roles antagónicos: el gobierno enfrentado al asilo es el bando vencedor y los impetradores de cobijo son republicanos. Lo único que no cambiará, como veremos, son los países otorgadores del amparo.

Debe señalarse, con carácter previo, que a las autoridades de Burgos, la presencia de refugiados en las embajadas de Madrid al final de la guerra no les sorpendió habida cuenta de la información suministrada por el activo quintacolumnismo madrileño y, por los episodios de asilo que ya se habían verificado durante los críticos días de noviembre de 1936, cuando todo hacía pensar en la inminente caída de la capital. De tal manera que en fecha 22 de marzo de 1939, la asesoría jurídica del departamento del general Gómez-Jordana ya tenía elaborado un informe y diseñado un argumentario para el supuesto que finalmente aconteció y que, como no podía ser de otra forma, su contenido coincidía de manera casi literal con la postura que el gobierno de la República adoptó ante los casos de asilo de 1936, a saber: el asilo diplomático carece de la naturaleza de derecho positivizado internacionalmente, debiendo considerarse como mera práctica consentida por los usos y costumbres diplomáticos, y sostenida en obligaciones de naturaleza humanitaria, que debe ejercerse con rigurosa restricción para casos excepcionales y graves, “limitada siempre a perseguidos por motivos políticos o con ocasión de luchas civiles o conmociones revolucionarias”. Consecuentemente, la reacción del ejército victorioso ante estos episodios de asilo diplomático fue de clara y rotunda oposición, primero jurídica y, después, puramente factual. Dejando a un lado el puñado de refugiados bajo bandera inglesa y francesa, países que ya habían acreditado a sus jefes de misión en Burgos un mes antes, y con quienes no hubo ningún problema diplomático, las dificultades surgieron con los asilados bajo pabellón panameño y chileno.  Los once amparados por la legación centroamericana fueron detenidos el 4 de abril por las autoridades franquistas después de invadir la legación diplomática del barrio de Salamanca. Allanamiento que, a pesar de no vulnerar ningún principio de derecho internacional toda vez que Panamá aún no había reconocido oficialmente al gobierno de Burgos y, por tanto, su legación carecía de privilegio alguno de inmunidad, sin embargo, sí quebraba violentamente los usos y costumbres diplomáticos que, recíprocamente había prestado esa misma representación diplomática para con cientos de refugiados profranquistas durante la contienda, respetando entonces la autoridades republicanas ese status. Esa falta de reciprocidad le costó la vida, entre otros, al periodista y escritor que fuera director de Avance y Claridad,  Javier Bueno, uno de los desventurados refugiados en la legación panameña.

Por lo que respecta a la embajada chilena que, recuérdese, acogía a diecisete hombres desde el 28 de marzo, todo apuntaba a un desenlace similar, más aún cuando el gabinete chileno sostenido por el Partido Radical de Aguirre Cerda demoró el reconocimiento del nuevo gobierno triunfante. La ausencia de status diplomático de la finca del número 26 de la calle del Prado, por el mismo motivo que el caso panameño, fue aprovechado por las autoridades rebeldes al día siguiente, de manera que el día 5 de abril, el teniente de complemento de Caballería Antonio Cabeza de Vaca y Carvajal, marqués de Portago,  se presenta acompañado de un grupo de soldados en los locales del barrio de las Letras para detener a los allí refugiados, extremo del que se libraron finalmente merced a la gestión que en el ultimísimo momento realizó ante el general Espinosa de los Monteros, comandante militar de Madrid, el diplomático chileno Enrique Gajardo Villarroel, quien era bien conocido por las autoridades de Burgos, al haber actuado largamente como agente del gobierno de Chile en la capital castellana. De manera que, eludida esta operación de apresamiento, el gobierno de Chile reconoce al gobierno del general Franco al día siguiente, el 6 de abril, con lo  que la legación recupera sus privilegios de inmunidad y, por ende, la situación de los refugiados españoles de su interior, muta radicalmente.

¿Quiénes eran esos diecisiete ciudadanos que lograron el amparo del gobierno chileno? Antes de contestar a esta cuestión, debe señalarse que, a pesar de la hospitalidad que durante toda la guerra acreditó el país andino con los reclamantes de asilo españoles, lo cierto es que al gobierno de Aguirre Cerda no le convenían nuevas disputas con el victorioso gobierno español a cuenta del derecho de asilo diplomático, por lo que se emitieron desde aquella cancillería rigurosas instrucciones en los meses anteriores al final de la guerra al encargado de negocios de la embajada en Madrid, Carlos Morla Lynch, tendentes a extremar el rigor en la aceptación de solicitudes. En este sentido, el propio Morla ejerció un papel disuasorio para con los solicitantes de asilo, al referirles la nula protección que la doctrina de la extraterritorialidad podría brindarles si el gobierno de Santiago no reconocía al gabinete franquista. De hecho, el general Cardenal Dominicis,  artífice de la defensa artillera de la capital y luego comandante militar del Madrid republicano, ante la incertidumbre de ese reconocimiento, el 30 de marzo optó por desistir del asilo chileno.

Asi pues, y teniendo en cuenta el restrictivo criterio manejado por los funcionarios chilenos en Madrid, únicamente diecisiete individuos reciben autorización para acogerse al asilo diplomático. Estos son los «últimos asilados de la calle del Prado»: Antonio Aparicio Herrero (escritor); Edmundo Barbero (actor); José Campos Arteaga (estudiante); Fernando Echeverría Barrio (arquitecto); Pablo de la Fuente (escritor); José García Rosado (médico); Luciano García Ruiz (abogado); Antonio Hermosilla Ruiz (periodista); Luis Hermosilla Cívico (estudiante); Antonio de Lezama (periodista); Santiago Ontañón Fernández (artista); Eusebio Rebollo Esquevillas (contable); Aurelio Romeo del Valle (abogado); Julio Romeo del Valle (estudiante); Esteban Rodríguez de Gregorio (médico); Arturo Soria Espinosa (abogado y escritor) y Luis Vallejo Vallejo (médico).
    
El 20 de abril de 1939, el citado Gajardo remite al ministerio de Asuntos Exteriores la relación definitiva de los diecisiete asilados en las dependencias de la calle del Prado, interesando el correspondiente salvoconducto para ellos. Lo que debiera haber sido un mero trámite, se convierte en una cuestión mucho más complicada a los ojos del ministro Gómez-Jordana, quien informa de manera verbal al diplomático chileno del sentido negativo de su solicitud, lo que coloca al gobierno de Aguirre Cerda en una complicada tesitura, en la que no obstante, no da su brazo a torcer, mas al contrario, elabora un memorandum el 15 de junio siguiente que, con el apoyo de diversos países hispanoamericanos, viene a recordar, en primer lugar, el rol jugado por la embajada chilena en análogas circunstancias con los refugiados que huían de la represión marxista; en segundo término, pone de manifiesto el cumplimiento de los contemplado en los Convenios de La Habana y Montevideo y, finalmente, impetra la solidaridad de los demás países hispanoamericanos en un ataque que, considera letal para la doctrina de la ayuda humanitaria. Las reacciones de apoyo que Chile recibió entorno a esta cuestión, obligaron al departamento español de Exteriores a acelerar una respuesta que se sustanció básicamente en tres puntos: con carácter previo, argüía que al haber ingresado los refugiados en la residencia diplómatica cuando aún el país sudamericano no había reconocido al gobierno de Franco, ningún status de inviolabilidad habían adquirido sus ocupantes. El segundo argumento manejado por el ramo, estaba claramente destinado a impedir la equiparación entre la situación en el Madrid revolucionario de 1936, con la situación de la capital al finalizar la Guerra. Por último, Gómez-Jordana subrayaba que esta postura del gobierno victorioso no suponía una oposición con carácter genérico al derecho de asilo, sino la pretensión de resolver una cuestión particular y, consecuentemente, excepcional.

Como puede advertirse, la fundamentación jurídica de Asuntos Exteriores es magra y muy mejorable pues no puede, en primer lugar,  admitirse el argumento de aplicación temporal de la Ley para negar la condición de asilados al haber accedido éstos a la embajada cuando no gozaba aún de los privilegios de inviolabilidad, puesto que no habiendo sido detenidos los asilados cuando no disfrutaban todavía formalmente de tal cualidad –entre el 27 de marzo y el 6 de abril-, el reconocimiento posterior del gobierno franquista por Chile, legalizó ex tunc la situación jurídica de los refugiados, gozando desde el 6 de abril de la condición de asilados diplomáticos y de las garantías accesorias. Por lo que respecta a la pretensión franquista de deslindar el contexto en el que la embajada de Chile acogió a filofranqusitas en 1936 con el amparo de ahora de filorrepublicanos, poco se puede añadir a la recalcitrante obsesión franquista –que hoy aún debemos padecer por parte de algunos publicistas del revisionismo guerracivilista- por invertir los más elmentales términos del debate histórico. Como es bien conocido, alguno de los valores enarbolados por la derecha tradicional española de entonces y de ahora eran los de justicia, honor, orden, respecto por la ley, etc. Por lo tanto, quienes se levantaban en nombre de esos valores tradicionales no podían menos que fundamentar legalmente sus actuaciones. Con ello, y por paradójico que pueda parecer, los que se rebelaban contra el régimen constitucional podían hacerlo con la ley en la mano, y acusando precisamente de rebeldía a quienes se alzaban en armas contra el ejército rebelde. Cuando el ministerio de Exteriores subrayaba la imposibilidad de equiparar la caótica y anárquica situación bajo dominación marxista, con la existente al finalizar la Guerra, “de plena normalidad y juricidad” (sic), no se está haciendo más que alcanzar el climax de la pretensión franquista por la homologación sobrevenida de su conducta sediciosa.

Tras un verano de claro estancamiento en las negociaciones hispano-chilenas, en octubre de 1939, el gobierno español permite la salida hacia Francia de cuatro de los asilados: Fernando Echeverría, Antonio Hermosilla, Arturo Soria y Luis Vallejo. Este dato, junto con la activa intermediación de Abelardo Roças, embajador de Brasil en Madrid, da fundadas esperanzas al resto de refugiados para una salida negociada de la crisis, que sin embargo se ven bruscamente frustradas en julio de 1940. Y es que el inicio de la II Guerra mundial en septiembre del año anterior y el arrollador avance  de la Wehrmacht en el frente occidental, colocan en una situación insostenible a los gobiernos chileno y español, proaliado uno y claramente filonazi el otro, los cuales rompen sus relaciones diplomáticas el 16 de julio, lo que evidentemente era una pésima noticia para los trece asilados restantes. A pesar de este revés, y al amparo de razones humanitarias, el embajador brasileño no ceja en sus negociaciones con el nuevo ministro de Exteriores, el general Beigbeder Atienza, y logra que en septiembre de 1940 se dote de salvoconductos a ocho asilados más, que son custodiados hasta Lisboa por el propio Roças, embarcando en la capital lusa a bordo el vapor Cuyabá con destino a Río de Janeiro. Este segundo grupo de exiliados estaba compuesto por Antonio Aparicio, José Campos, José García Rosado, Luciano García Ruiz, Eusebio Rebollo, los hermanos Romeo y Esteban Rodríguez.

Finalmente, y siempre a través del legatario brasileño en Madrid, el 11 de octubre, un día antes de la celebración del significado día de la Raza, son liberados los últimos residentes del piso de la calle Prado 26, cerrándose así un episodio en el que concurrieron el derecho internacional, la fuerza de las armas, la literatura, el arte, la impresión, la amistad, el miedo y de cuyos protagonistas, sólo unos pocos como Lezama, Ontañón o Soria, pudieron  regresar a su país.

12 de diciembre de 2014











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