Peace, Security and Defence Chair

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14th of May 2021

Tragedia y farsa en Capitol Hill

Raúl Cesar Cancio Fernández
Letrado del Tribunal Supremo
Académico Correspondiente Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
Doctor en Derecho

Entre las numerosas e icónicas imágenes del asalto al Capitolio del pasado 6 de enero, la que muestra a uno de los integrantes de aquella turbamulta deambulando por el interior del corazón legislativo de la Unión con una Stainless Banner al hombro, fue seguramente la que más acentuada conmoción generó tanto en la sociedad como en los comentaristas de aquel país, lamentándose de que lo que no pudieron los ejércitos del general Lee, profanar Capitol Hill con la bandera confederada, lo hubiese logrado un mentecato influenciado por el timeline del ex presidente de los Estados Unidos.    



En efecto, durante la Guerra de Secesión o Civil Americana (1861-1865) ninguna bandera sudista logró hollar la colina capitolina, pero no anduvo muy lejos. Karl Marx abrió su 18 de Brumario de Luis Bonaparte recordándonos que la historia se repite, primero como tragedia y después, como grotesca farsa. Esta última, sintetizada en el atrabiliario personaje de Yellowstone Wolf, se produjo el referido 6 de enero, en los estertores del mandato del presidente Trump y, la tragedia, como veremos a continuación, también en la fase final de Guerra Civil Americana.

Tras Gettysburg (1-3 de julio de 1863), la suerte de la guerra estaba echada, y un año después, el general Ulysses S. Grant concentraba todos sus esfuerzos en cortar los suministros de los harapientos y desmoralizados hombres del Ejército de Virginia del Norte en Petersburg, al sur de Richmond. Sin embargo, en medio de esa depresión confederada, contrastaba la determinación inquebrantable del encorvado, calvo, malhablado, barbudo y mascador de tabaco general Jubal A. Early, heredero de la legendaria infantería de Stonewall Jackson, a quien había hecho una solemne promesa: iba a apoderarse de la ciudad de Washington, de su astillero de la Marina Federal, del Tesoro de los Estados Unidos con sus millones de dólares en bonos y divisas; de sus almacenes de suministros médicos, alimentos, equipo militar, municiones, todo escaso y desesperadamente necesario en la Confederación; de su Capitolio, y tal vez, incluso de su Presidente. Y no era una quimera ni una bravuconada. Early venía de lograr rotundas y sorprendentes victorias en Lynchburg, Virginia y en el río Monocacy, Maryland, impulsando a sus diez mil soldados de infantería y cuarenta cañones hasta la mismísima calle Séptima (actual avenida Georgia) del Distrito de Columbia en aquel caluroso 11 de julio de 1864, a una milla de Fort Stevens y, consecuentemente, a tiro de piedra de la luminosa cúpula del Capitolio de los Estados Unidos. Nunca la capital de la Unión había estado tan verosímilmente amenazada por las huestes confederadas en toda la guerra y nunca tan desvalida, habida cuenta del importante número de tropas de la guarnición capitalina que Grant había detraído para reforzar el referido sitio de Petersburg. Enfrentados a lo que habían temido durante tanto tiempo, la población, así como los funcionarios y políticos de Washington, entraron en pánico.

El mismísimo Abraham Lincoln se trasladó a Fort Stevens y pudo observar las nubes de polvo levantadas por las columnas enemigas que se acercaban desde el noroeste. «Con su abrigo largo de lino amarillento y su sombrero alto sin cepillar», escribió un soldado de Ohio testigo de la llegada de Lincoln a la posición «parecía un granjero cansado en tiempos de peligro por la sequía y el hambre». En lo alto del parapeto de la fortificación, puede hoy visitarse una piedra conmemorativa dedicada al presidente, donde parece ser que fue hostilizado por francotiradores confederados, siendo, si hemos de creer la historia, la única vez en la que un presidente norteamericano ha sido atacado directamente por un combatiente enemigo. En los años venideros, muchas personas reclamarían el honor de haber aconsejado a Lincoln que se bajara del parapeto para resguardarse. El más notable, un joven oficial llamado Oliver Wendell Holmes, Jr., quien a pesar de gritarle "¡Agáchate, maldito tonto!" al presidente, no le impidió, con lo años, convertirse en uno de los más prestigiosos presidentes del Tribunal Supremo.

Grant reaccionó inmediatamente ante la maniobra de Early, enviando dos experimentadas divisiones del VI y XIX Cuerpo. Sin embargo, la mejor defensa de la capital no fue ni las unidades movilizadas urgentemente de McCook, Wheaton o Haskin, ni las fortificaciones perimetrales que protegían la capital, la mejor garantía de su inviolabilidad fue la casi absoluta extenuación física de la infantería de Early, después de su agotadora marcha de 250 millas desde Lynchburg en menos de tres semanas en el verano más caluroso de la guerra. El propio general cabalgó a lo largo de las formaciones y aunque arengó a sus hombres empañados en sudor e irreconocibles por el polvo, con que los llevaría a Washington ese día, éstos caían exhaustos en los arrabales de la capital sin necesidad de recibir fuego enemigo.

Se cumple, en fin, la frase inicial de Marx: la original Marcha sobre Washington fracasó trágicamente, a pesar de liderarla un curtido guerrero como fue Jubal A. Early. Sin embargo, esta posmoderna y grotesca Marcha sobre Washington, liderada por un cantamañanas con cuernos, ha logrado ondear finalmente la bandera confederada en la Rotonda del Capitolio. Tan triste como revelador.

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