Peace, Security and Defence Chair

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10th of January 2020

Multicuturalismo, Estado de Derecho e igualdad de oportunidades

Raúl Cesar Cancio Fernández
Académico Correspondiente Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
Doctor en Derecho
Letrado del Tribunal Supremo

Resulta una obviedad, por incontrovertible,  que el incremento exponencial de los flujos migratorios ha transformado en los últimos veinte años el panorama socio-cultural español, quebrándose el modelo anterior de cohesión y convivencia social, e imponiéndose la necesidad de arbitrar un nuevo patrón de coexistencia y gestión de la diferencia. Del modo como se manejen las diferencias de las minorías con la cultura hegemónica, respetando el derecho de los individuos a mantener sus referentes simbólicos y sus singularidades grupales en el marco de una democracia homologable, dependerá el éxito o el fracaso de nuestra convivencia en el siglo XXI. Debe tenerse muy presente que a lo largo de la anterior centuria, el panorama geoestratégico de la diversidad ha cambiado sustancialmente. Las culturas han dejado de estar encapsuladas en territorios definidos por lindes geográficos, de manera que los «otros» están ahora entre nosotros. Este escenario de extraordinaria liquidez, se ha visto incrementado por la aceleración del cambio social, en que los viejos conceptos se tornan obsoletos con alarmante celeridad, y nuevos términos han de ser acuñados con el fin de describir e interpretar el mundo que nos rodea. En este sentido, dos sintagmas destacan de entre este acervo conceptual: globalización y multiculturalismo, realidades umbilicalmente relacionadas y capaces de generar severos problemas de convivencia en nuestra sociedad.

Trasladando esta fenomenología al ámbito de las relaciones jurídicas, esta pluralidad de la que venimos hablando se manifiesta en la existencia de diferentes concepciones culturales del derecho y de la justicia. La solución de los eventuales conflictos entre diversidad versus universalidad tiene que transitar forzosamente por el listón irrenunciable de la dignidad de la persona en su dimensión social, naciendo esa obligación de respeto en la medida en que el ser humano se realiza en ellas. De ahí que aquellas manifestaciones culturales que suponen un obstáculo para la realización del hombre como persona, no exigen un compromiso de acatamiento (esclavitud, antropofagismo, necrofilia…).

Ahora bien, esta identificación de la dignidad humana como línea roja infranqueable a la hora de gestionar los procesos de asimilación intercultural significa también que no debemos entender los derechos humanos como un concepto inmutable y refractario a la inclusión de otros instrumentos de garantía. A ese respecto, la modificación fundamental que tendría que reconocerse respecto al catálogo habitual es que los derechos no son sólo individuales, esto es, que hay derechos colectivos, de grupos, y que esos derechos son especialmente relevantes cuando se habla de pluralismo cultural. En todo caso, en este ámbito, es imprescindible no confundir pluralismo con relativismo cultural. La cuestión fundamental radica en la posibilidad de llegar a acuerdos sobre los límites del pluralismo como valor: pluralismo y relativismo no son idénticos, y menos aún habría que aceptar un nexo causal entre pluralismo cultural y relativismo ético-jurídico. El pluralismo  puede coexistir lógicamente con la capacidad de juicio y discriminación entre las propuestas plurales, es más, el diferencialismo como principio de política jurídica, acarrearía la destrucción del mínimo que cualquier Derecho trata de asegurar. Por mucho que deba respetarse, comprenderse y juzgarse desde los propios universos simbólicos, ello no debe suponer la obligación de aceptar como derecho cualquier demanda, y menos aún aquéllas que carecen de argumentos para justificar semejante pretensión, como es el caso de la práctica de torturas, los sacrificios humanos, o de todas aquéllas que suponen, por ejemplo, la consideración de la mujer como unmenschlich.

La cohonestación de la paridad de oportunidades en el seno de las sociedades multiculturales se erige por tanto como el verdadero debate de fondo en este ámbito. La igualdad de oportunidades nació con la intención de evitar los privilegios sociales vinculados al origen, de manera que el destino social de los individuos no viniera pronosticado desde el nacimiento. La pregunta clave de nuestros días es si la lucha por el reconocimiento de la diferencia corre paralela o, por el contrario, nos aleja de la tradicional lucha por la igualdad social. Mientras que los defensores más progresistas del multiculturalismo –los esencialistas- insisten en que no es posible concebir la justicia y, por tanto, las relaciones sociales de igualdad, sin respetar las diferencias culturales, autores como BARRY, B. [Culture and Equality: An Egalitarian Critique of Multiculturalism (2001)] sostienen que la defensa del multiculturalismo es incompatible con el igualitarismo social. Las minorías culturales tienen derecho a reclamar un reparto más justo de los derechos y los recursos de quienes tienen poder sobre ellas, pero no la protección de las jerarquías culturales que favorecen a los más poderosos dentro de ese ámbito cultural. La porfía por la igualdad social protege mejor que la política del reconocimiento a las minorías culturales. Gráficamente, no tiene sentido, mantiene Barry, que existan excepciones a las leyes sobre el sacrificio de animales para el consumo humano que impidan los mejores controles sanitarios a cambio de respetar determinadas costumbres o ritos.  Del mismo modo, resulta contraintuitivo proteger derechos colectivos que amenazan valiosos derechos individuales dentro de los colectivos culturales, como, por ejemplo, permitir que los amish no escolaricen a sus hijos o que las jóvenes musulmanas no se puedan negar a aceptar los arreglos matrimoniales que les imponen sus familias.

El modo de escapar de tan incómoda encrucijada es eludiendo la distinción entre libertad y circunstancias. La igualdad de oportunidades no debe consistir únicamente en compensar por las circunstancias ajenas a los individuos mientras se permite el resultado desigual de sus elecciones libres, sino en dirimir los resultados sociales que producen explotación y dominación de aquéllos que simplemente producen modos diferentes de vivir. Los primeros son moralmente injustificados, mientras que los segundos son éticamente legítimos. Si la creencia cultural de un individuo le coloca en situación de explotación o dominación ante otro sujeto o ante algún grupo cultural, entonces deja de tener igualdad de oportunidades para llevar a cabo el modo de vida que puede llegar a elegir. Pero si vivir conforme a sus creencias no provoca explotación ni dominación —ni a él ni a los demás—, los resultados desiguales que su modo de vida pueda producir son un efecto inequívocamente legítimo. Y ese sí es un terreno en el que la Administración de Justicia debe ejercer un papel central como garante de los derechos de aquellos que pudieran, al socaire de una mal entendida diversidad cultural, sufrir esa opresión.

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