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15th of December 2017

Los tribunales no pueden, ni deben, resolver la cuestión catalana (aunque a veces ayudan)

Raúl C. Cancio Fernández
Académico Correspondiente Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
Doctor en Derecho
Letrado del Tribunal Supremo

- «El llamado proceso soberanista catalán no puede ser resuelto por [el Tribunal Constitucional] (…) son los poderes públicos quienes están llamados a resolver mediante el diálogo y la cooperación los problemas que se desenvuelven en este ámbito»
-  «La mera aplicación de las leyes no va a solucionar el conflicto actual, por lo que instamos a los partidos a que sigan buscando medios para solucionar el problema existente en Cataluña».
- «la acción represiva no nos dará la solución porque el recurso al Derecho Penal debería ser lo último a lo que acudir (…) La solución al conflicto catalán tiene que venir de la política no de las decisiones judiciales».
- «Que nadie confíe en que los jueces en solitario la vayamos a resolver (…) Cataluña necesita una solución política al margen de las resoluciones judiciales».
- «El 1-O no va a desaparecer de hoy a mañana apelando únicamente al cumplimiento estricto de la ley. Poner a 700 alcaldes en la cárcel por apoyar la convocatoria sólo alimentaría el independentismo».
- «Esto desde los juzgados no lo vamos a resolver»

Todas estas aseveraciones literalmente reproducidas y otras del mismo tenor que en las últimas semanas han inundado los medios de comunicación y que, por cierto, no provienen, en su mayoría, de líderes independistas, creadores de opinión simpatizantes del «procés» o  personas e instituciones vinculadas de cualquier otra forma con el «proyecto de construcción nacional catalán», son el arquetipo de aforismo del que fuese maestro Karl Kraus, desde 1899 editor de la revista Die Fackel, y sobre el que sostenía que nunca coincidía con la verdad, pues «o son medias verdades o verdades y media».

Hoy, esas afirmaciones podríamos enmarcarlas sin dificultad en el territorio de la «posverdad» o también conocida como «mentira emotiva», artefacto que a la hora de crear y modelar opinión pública, relega los hechos objetivos frente a la apelación a las emociones y a las creencias personales. En otras palabras, se prioriza la apariencia de verdad sobre la propia autenticidad.

¿Existe alguien que dude que el problema catalán no puede solventarse por el cauce de las resoluciones judiciales? Ninguna. Es una certeza, al menos para mí, indiscutible. Ahora bien, todas esas afirmaciones que vinculan umbilicalmente la (no) resolución del conflicto político con las iniciativas del ministerio público y las decisiones de los jueces, no resisten sin embargo el más ligero cedazo epistemológico y ello porque todas ellas adolecen de la proposición justificativa de su contenido.

Y es que naturalmente que el Código Penal, las medidas cautelares, las resoluciones judiciales o las diligencias de investigación resultan inidóneas para solventar un debate radicado en el plano de la política –y de la emoción, no se olvide-. Pero es que, dígase de una vez por todas, el plano jurisdiccional no está llamado a dar respuesta y solución a esos debates de naturaleza político-emocional. Y ahí radica el error de unos enunciados que si bien no son inciertos en su formulación, si son falaces en su articulación, pues combinan planos insolubles.

Tomemos una de esas frases del inicio: «en los juzgados no lo vamos a resolver».  Desde luego que no, porque en un juzgado o tribunal se resuelven –en el orden penal- los reproches que la sociedad formula contra aquel que desarrolla conductas que legalmente vienen tipificadas en el código penal en el momento de su comisión. Verbi gratia: si la presidenta de un parlamento trasgrede el reglamento de la cámara que preside; incumple los preceptos del estatuto vigente en su territorio; vulnera las previsiones constitucionales que la conciernen; desobedece las admoniciones de los tribunales y, finalmente, desoye los dictámenes jurídicos de los letrados legalmente encargados de informar sobre los actos dictados por ella, cuando después de todo eso, el órgano jurisdiccional correspondiente dicte una resolución adoptando medidas cautelares y procesales frente a la conducta antijurídica de la mencionada presidenta, esa interlocutoria judicial, en principio, en nada va a coadyuvar a resolver cuestiones relativas a si una parte tiene derecho decidir sobre el todo o si la autodeterminación goza de anclaje legal en nuestro ordenamiento jurídico. Claro que no.  Ni lo pretende. Esa decisión judicial habrá dado respuesta a la legítima pretensión que el resto de los ciudadanos tenemos de que por parte del Estado se persigan y repriman las conductas limitativas de nuestros derechos como ciudadanos, ejercidas por terceros.

Incluso, juristas tan solventes como Ramón Trillo, quien fuera presidente de la Sala 3ª del Tribunal Supremo, dan un paso más considerando que los efectos benéficos de las decisiones jurisdiccionales no se detienen en el plano meramente punitivo, sino que es «la exigencia de una serena racionalidad jurídica, la que mejor puede despejar un panorama que las pasiones tienden a enturbiar. En contra de un cierto y difundido pensamiento de algodón en rama, la fuerza razonada de la Justicia de la que se sirve un Estado de Derecho es una especie que sin duda coacciona, pero que también impresiona a las instituciones y moldea el espíritu de los ciudadanos.»[Diario Abc, 25 de mayo de 2017].

Y la realidad, debe convenirse, le ha dado la razón al magistrado gallego, no en vano, esa misma presidenta de la que hablábamos antes, entró el pasado 9 de noviembre en el Tribunal Supremo con la firme voluntad de «No donarem ni un pas enrere» con respecto a la aplicación del artículo 155 CE, saliendo horas después apostatando de todo aquello que había defendido con tanta vehemencia desde su responsabilidad institucional.

15 de diciembre de 2017






















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