26th of June 2015
Estado Islámico: La estrategia del miedo
Francisco Rubio Damián
Jefe del Centro de Seguridad del Ejército de Tierra
Los ataques directos contra la población civil están presentes en la práctica totalidad de los conflictos armados y de forma muy particular en las guerras civiles, convertidas en escenarios idóneos para los atentados terroristas indiscriminados y la limpieza étnica o religiosa. Estas agresiones se han justificado por la contribución de la población al esfuerzo bélico y por la utilización que los movimientos insurgentes hacen de los civiles para confundirse entre ellos y sobrevivir a su costa. Sin embargo, hoy el agresor busca principalmente doblegar la voluntad popular y condicionar su opinión, de manera que ejerzan una presión insuperable sobre los dirigentes políticos que deciden el uso de la fuerza. Dicho de otro modo, la importancia de los civiles en los conflictos estriba ahora más en su capacidad de influencia política que en su apoyo efectivo a las operaciones. Así lo entendieron los serbios cuando ejecutaron una estrategia de limpieza étnica en Kosovo y así lo entiende en la actualidad el Estado Islámico (DAESH).
La victimización de civiles es la estrategia política que consiste en atacar de forma intencionada o indiscriminada a la población no combatiente. En su forma intencionada se materializa en ataques expresamente dirigidos contra la población, mientras que la forma indiscriminada se manifiesta mediante agresiones que no diferencian entre combatientes y no combatientes. Por lo tanto, no debe confundirse con los llamados daños colaterales que, por muy lamentables que sean, no son consecuencia intencionada de decisiones estratégicas, sino de fallos de planeamiento o de inteligencia, de errores en la designación de objetivos, de imprecisión en el manejo del armamento o de disfunciones en la munición.
Como estrategia, la victimización es decidida por los gobiernos o los jefes de las partes en conflicto. No se trata, por lo tanto, de ataques aislados, descoordinados y aleatorios contra civiles realizados por elementos armados descontrolados. Se trata, por el contrario, de una decisión política para ejecutar acciones violentas contra la población, acciones que son planificadas sistemáticamente y mantenidas en el tiempo con la finalidad de conseguir objetivos políticos o estratégicos. Desde el punto de vista de quien la adopta, una decisión tan impopular y contraria al más elemental sentido ético sólo puede justificarse con argumentos muy sólidos.
En nuestra sociedad, la agresión a civiles se considera una decisión poco racional ya que, además de inmoral y contraria al derecho internacional, en la mayoría de los casos refuerza la voluntad de resistencia del que la sufre. De hecho, las estrategias de castigo político (aislamiento), económico (sanción, embargo) o militar (bombardeo), son las que de forma más inmediata afectan a la población y las que menos éxito político cosechan a corto plazo, si bien a medio y largo plazo pueden producir beneficios para el agresor.
En cualquier caso, la estrategia de victimización necesita de la conjunción de tres condiciones básicas. La primera, que el agresor considere que su actuación no es inmoral y que, por tanto, la perciba como un acto aceptable. Esta condición se manifiesta preferentemente cuando existe una brecha cultural entre las sociedades beligerantes, de forma que al menos una de las partes tenga una visión perversa de la otra. La segunda condición es la despreocupación del agresor por la legalidad internacional, ya sea porque opera de forma ajena a la comunidad internacional, porque no tema a las consecuencias de sus acciones o porque su ideología es contraria al derecho internacional humanitario. La última condición es el beneficio estratégico, es decir, que el agresor piense que el ataque a la población contribuye a sus objetivos estratégicos a un coste bélico asumible. En este sentido, la victimización no es un impulso irracional, sino una decisión adoptada con la finalidad de conquistar un territorio, evitar una derrota o sobrevivir. Estas tres condiciones –visión perversa del enemigo, despreocupación por la legalidad internacional y beneficio estratégico– tienen su propio desarrollo en la peculiar lógica del pensamiento político del califa Abu Bakr Al Bagdadi y son las circunstancias en las que el DAESH ha implantado el terror como elemento sustancial de su actuación en Irak y Siria.
La confrontación y descomposición instaladas en Oriente Medio han sido el caldo de cultivo que ha propagado entre la sociedad musulmana la añoranza por los remotos tiempos de esplendor social, económico y cultural. En su versión más radical, los islamistas interpretan que su actual declive es consecuencia del dominio ejercido por el mundo occidental, rico y avanzado, pero también decadente y degenerado. Este razonamiento alimenta la pretensión de instaurar relaciones de poder, estructuras políticas y condenas propias de tiempos pasados y, en definitiva, fundamenta la absoluta falta de respeto del DAESH por el derecho internacional humanitario.
Por su parte, la percepción de una insuperable brecha cultural convierte a sus adversarios en personajes infames a los que se debe castigar incluso con la muerte. Para el DAESH, matar y mutilar a personas indefensas no es una acción inmoral, aunque sus actuaciones estén inspiradas en el odio y en la predisposición más violenta contra los que se oponen a sus pretensiones y contra lo que representa occidente. La violencia en este caso se basa en el desprecio, el resentimiento y la venganza, de ahí que la acompañen con sofisticadas formas de sufrimiento. En realidad se trata de un problema de identidad, puesto que para el DAESH la victimización resulta mucho más aceptable cuando el enemigo es asociado con una sociedad impía y cruel, demonizada por sus diferencias culturales y religiosas. Por eso, para el yihadismo es fundamental crear una percepción social de identidades antagónicas e incompatibles, distorsionando la realidad cuanto sea preciso.
Una de las ventajas estratégicas que pretende el DAESH consiste en doblegar la voluntad de la población mediante el terror, tanto en el territorio ocupado, para evitar cualquier atisbo de contestación social, como en el exterior, para anular el apoyo popular a sus enemigos y lograr la autocensura miedosa de los medios de comunicación. Sin embargo, los atentados de París en enero de 2015 demostraron que la violencia terrorista tiene una capacidad de intimidación limitada y no es extraño que produzca el efecto contrario al deseado. La otra ventaja estratégica buscada por el DAESH es la del temor a enfrentarse a quienes no van a dudar en mutilar, esclavizar o asesinar. Un ejército atenazado por el miedo pierde su capacidad de combate y se convierte en un objetivo asequible, tal como se pudo comprobar en Mosul y más recientemente en Ramadi. Con estas conquistas aparentemente sencillas –son muchos los casos– el DAESH quiere mostrar su superioridad sobre los infieles y sobre quienes no defienden sus postulados. Sin embargo, para que el temor se instale definitivamente entre la población es fundamental difundir las acciones violentas de la forma más descarnada posible, razón por la cual el DAESH se ha aplicado de forma tan meticulosa en hacer públicos sus perversos actos.
La estrategia del DAESH prevé el dominio de un área geográfica (el Califato) y la posterior expansión territorial. En estas circunstancias, sus dirigentes consideran que el control interno pasa por la desactivación –para el DAESH, la limpieza– de los grupos sociales contrarios. El DAESH pretende, además, crear un estado de ánimo de derrota por el miedo, de anulación de la oposición interna, de neutralización de la capacidad de combate de las fuerzas enemigas y, muy importante, de captación internacional de yihadistas. Piensan que los líderes occidentales son más vulnerables a la opinión pública y que esta circunstancia es una debilidad que, bien explotada, les permitirá ganar su guerra. Por lo tanto, no se trata sólo de castigar a bárbaros e infieles occidentales; se trata principalmente de acortar la duración del conflicto y facilitar el control del territorio, reduciendo costes y salvando vidas propias, lo que en definitiva les ayuda a superar hipotéticos inhibidores morales –si es que los tienen– para matar civiles. En definitiva, el terror implantado por el DAESH se asienta en dos lógicas: la lógica del castigo, para acabar con el apoyo de la población civil al esfuerzo bélico de sus gobiernos, y la lógica del miedo, para minar la capacidad de combate y resistencia de los ejércitos.
Sin embargo, el castigo a la población no suele ser efectivo ni con bombardeos estratégicos, ni con sanciones económicas, ni con atentados suicidas, ni mucho menos con asesinatos masivos y crueles. Por su parte, la limpieza étnica sólo ha producido réditos puntuales cuando se ha ejecutado a escala limitada, pero carece de suficiente eficacia cuando se ha intentado emplear como estrategia a gran escala. Por lo tanto, obviando consideraciones éticas, la victimización de la población civil se acabará revelando como una torpeza estratégica, no la única, de Abu Bakr Al Bagdadi. Con independencia de los éxitos cosechados hasta el momento, a largo plazo el DAESH está abocado al fracaso porque la violencia gratuita, más que inefectiva, es contraproducente, fortalece la capacidad de resistencia de la población y desactiva cualquier opción de alianza exterior. El problema estriba en que antes de que el DAESH sea derrotado, va a causar mucho más sufrimiento a personas que ni siquiera son combatientes, sino civiles víctimas, una vez más, de la barbarie yihadista.
Madrid, 26 de junio de 2015
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